domingo, 26 de julio de 2009

Diario triste.


"son las siete de la mañana y esto es radio-city"

Así comenzaba su día nuestra protagonista junto a una radio despertador con el dial fijo en su emisora. Fiel, como lo era a todas las cosas que rodeaban su vida. Tras una Ducha de cuatro minutos medio fría, café descafeinado de sobre y una tostada de poca mantequilla con mermelada de frambuesa, bajaba por las escaleras en lugar de usar el ascensor pues odiaba los espacios cerrados y caminaba hasta la parada del sub-urbano , linea 7. Recorría los pasillos atestados de gente con prisa y miradas vacías, entraba en el vagón se sentaba si podía, luego abría el libro, y leía abstrayéndose de las miradas sin vida, de los somnolientos pasajeros de aquel tren subterráneo. Casi siempre se topaba con las mismas caras, que se bajaban en la misma parada día tras día, igual que ella. El olor rancio, a humanidad, a poco aseo, o demasiada colonia barata, golpeaba su nariz cada mañana, como si fueran pequeñas puñaladas atravesando su fina pituitaria, haciendo que se desconcentrarse de la lectura y tuviera que contener la respiración amargamente.

."Próxima parada, Ministro Guzmán."

Era la suya. Se bajaba, caminaba por las calles atestadas de gente con prisas y ruido ensordecedor, hasta su oficina, subía las mil escaleras, entraba en aquella sala iluminada por fluorescentes de luz blanca. Luego las miradas de sus compañeros de trabajo que cuchicheaban, del jefe, del partido de ayer, de fulanita... de lo rara que era esa chica...Frase que dejaban a medias a su paso mientras sonreían cínicamente.
-¡Buenos días Ángela!
Buenos días respondía ella y sin mediar más palabras, se ponía a su trabajo delante de aquella pantalla de pc barata que le iba consumiendo la vista y el alma. Despacio, como una muerte de agonía lenta. Comía un sándwich frío encima del teclado sobre una servilleta de tela de cuadros rojos y blancos,luego un té de la máquina del pasillo con una gota de leche y continuaba su tarea.
A las cinco y media apagaba su pc, se ponía la americana, y bajaba las escaleras despidiéndose con un hasta mañana, ni cordial, ni seco, intermedio; intentando no ser demasiado hipócrita en el tono. Después de caminar un rato respirando el aire enrarecido de aquella ciudad gris, se subía al vagón atestado de gente, aun más sudorosa que por la mañana e intentaba reprimir la nausea que aquel estancado olor le producía. Nuevamente abría el libro por la página marcada en la mañana con una carta mágica del tarot de Marsella, La rueda de la fortuna, su preferida y aunque nunca había creído es esas cosas, la había cogido cariño, adoptándola como a un gatito callejero.
Se bajaba en su parada, caminaba hasta su domicilio, subía las escaleras y entraba en su pequeño apartamento, cerrando tras e si la puerta con un suspiro de alivio.
Se preparaba la cena que consumía mirando a una televisión sin voz, con el aparato de radio amortiguando los ruidos de soledad que la rodeaban. Se daba un baño largo y espumoso hasta que su nívea piel, arrugada como una pasa, era rescatada por el albornoz blanco y rayas azules. Luego se metía en una cama demasiado grande y desnuda para ella sola. Al apagar la luz de la mesilla, encendía el faro de los naufragios y a oscuras en una habitación con demasiadas sombras, era cuando pensaba en él. Hacía ya más de un año que la había abandonado por aquella estúpida engreída rubia de bote, cuya mirada desconcertante dejaba entrever los desiertos de su mente. En esa hora de silencios llena, la soledad, su amiga y compañera, se hacía cruel y despiadada, recordándola lo feliz que había sido al lado de aquel hombre y lo vacía que estaba ahora toda su vida. Con lágrimas en los ojos se quedaba dormida Anhelando un cambio, un ángel que la rescatara del infierno solitario en que se hallaba encerrada.

Aquella mañana, que recibía al sol entre nubes de polución perpetua, también sonó el despertador en la alcoba de nuestra protagonista. Y sonó y siguió sonando toda la mañana y toda la tarde y toda la noche también. Ángela no apagó el despertador, ni encendió la ducha, ni se preparó café descafeinado con tostadas, ni se subió al vagón de aquel tren subterráneo, ni acudió al trabajo. Sencillamente ella no se levantó de la cama demasiado grande y desnuda; pero no por pereza, ni desgana. Ni siquiera por depresión acentuada. Su menudo cuerpo inerte yacía en la cama entre sábanas blancas teñidas de escarlata; los ojos azules vidriosos miraban fríos, demasiado fijos en el techo. Una mueca en la boca medio abierta, dibujaba una sonrisa, como la de alguien que se desprende de una ardua carga y es libre para volar.
No había nota de despedida alguna. Quizá nadie la echase de menos al desaparecer. Tan solo una maleta con su ropa cuidadosamente doblada dentro, todas sus exiguas pertenencias embaladas en cajas de cartón con la propaganda de su oficina y un libro abierto encima de la mesa, con el separador de tela en medio de la pagina. "El Rayo de luna" leyenda soriana. En él una frase subrayada a lápiz y gotas de lágrimas recientes, donde se leía:

<<"En efecto, Manrique amaba la soledad y la amaba de tal modo, que algunas veces habría deseado no tener sombra porque su sombra no lo siguiese a todas partes...">>

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