lunes, 20 de julio de 2009

Escribeme la mar



La vieja taberna miraba al puerto desde unos ventanales que reflejaban los cuerpos desnudos de los barcos dormidos en la dársena. El vetusto cartel de madera pintada, anunciaba el menú del día que Regina preparaba todas las mañanas entre ollas metálicas y fogones ennegrecidos por el uso. En la alargada barra del bar, apoyados unos o sentados en taburetes altos otros, silenciosos parroquianos observaban la puerta del establecimiento, cual vigías, por si apareciera una ballena, un escoyo peligroso o alguna sirena que admirar. Paco limpiaba los vasos con la desgana de un anciano trapo blanco deslavado, mientras ordenaba sus sueños, alejados de aquel puerto, de aquella ciudad y de aquel mar estancado que era su vida.

Simón sentado en la mesa junto a la ventana, miraba la botella de licor dorado, medio vacía ya, como si ésta escondiera algún arcano misterio por desvelar. A veces se le oía mascullar entre dientes, alguna frase inconexa fruto de los vapores etílicos o quizá sólo de la edad solitaria en la que se hallaba varado. A sus algo más de cinco docenas de inviernos, temporales y naufragios, había navegado por los océanos del globo cuantiosas veces, pero ahora, solamente podía hacerlo desde la isla de recuerdos que atesoraba en la memoria. Quizá esa era la razón por la que tan de mañana, se le solía ver aferrado a su botella de licor, como al salvavidas un naufrago.

El tintineo de las campanas tubulares de la entrada anunció la llegada de un nuevo parroquiano y las cabezas autómatas de los moradores de la taberna giraron a la vez. Una mujer alta, ataviada con un tres cuartos azul marino, pantalones vaqueros ceñidos y deportivas blancas, arribaba al Capitán Nemo como un velero a la deriva. Con una voz melodiosa preguntó algo acercándose a la barra y desde el interior, Paco, sumido en la sorpresa y sin mediar palabra, apuntó a la mesa junto a la ventana con el dedo índice.
Sus pasos resonaron nuevamente mientras apartaba las miradas sucias de las cabezas que la seguían con descaro, hasta llegar junto a un Simón ensimismado en la botella.
Nuevamente su voz rompió la quietud dominical para decir su nombre a modo de presentación, mientras tendía su mano al huraño marinero.

_Hola, es usted Simón Quintana ¿verdad? Soy Cristina Álvarez, periodista y escritora. Si me lo permite, me gustaría hablar con usted.- y mientras se quitaba el abrigo prosiguió hablando.-¿Puedo sentarme?

Los ojos del viejo marinero despertaron del trance y clavaron su mirada en aquella sirena, aparecida de la nada y que tan amable le hablaba. Lejos de la lascivia, aquellos ojos glaucos, la miraban con la ternura de un niño solitario que juega en la arena de la playa y es llamado por su madre.

_Así es señorita. Soy Simón, al menos ésta mañana lo era… Pero siéntese y disculpe que no me levante. La tierra se mueve de una forma inquietante debajo mis pies hoy. Dígame, ¿qué se le ofrece?

- Estoy escribiendo una novela. Una con hombres de mar a la vieja usanza y me han dicho que usted es el capitán más experimentado de la comarca, además del mejor…

Con un gesto destemplado, Simón alzó la voz y mirando a los parroquianos del Capitán Nemo con mirada tormentosa dijo:

- ¿Qué os pasa marineros de agua dulce? ¿Acaso nunca habéis visto una mujer? Meteos los ojos en salmuera y apartad los oídos de la conversación, porteras de taberna.

Aquellas palabras rugieron como cañones, haciendo girar las cabezas de todos hacia la barra, entre murmullos y maldiciones, pero obedientes cual grumetes a la voz del capitán.

- Disculpe la ignorancia, señorita. Éstos marineros nunca han salido a más de setenta millas de este estercolero flotante al que llaman puerto y no están acostumbrados a tratar con personas ilustradas como usted. Aquí en los arrabales, la gente es honesta pero bruta. Ya me entiende… pero dígame, ¿quién le ha hablado de mí?, ¿Qué cree que sabe acerca de la mar?

- Es usted todo un caballero. Mucha gente le tiene aprecio por estos lares, Simón. Más de la que cree usted. Algunos hasta me dijeron que debajo de esa coraza habita un hombre sabio y gran conversador.
La verdad, no sé mucho acerca de la mar y menos de su oficio. Leí algunos libros para documentarme, pero espero aprender de su experiencia, si me deja.

-Tiene unos ojos bonitos señorita escritora. Muchos hombres quieren un bello mascarón de proa para su barco, pero ¿alguno se asoma a ellos cuando usted habla?

- Lo cierto es que no muchos. La mayoría tiene la vista puesta más abajo, pero ya me he acostumbrado a ello y aprendí a captar su atención con el uso de ciertas palabras que rompen su ensueño.

- Una pena. los balcones de su rostro, merecen la misma atención que un acantilado. Afilados y hermosos, insondables pozos de miel.


- Sí señor, Poeta marino. Tal y como me habían dicho.

- ¿Le apetece dar un paseo por el puerto, Cristina? Para conversar con usted, necesitaré respirar el mar…

Bajo atenta mirada sigilosa de los parroquianos del Capitán Nemo, ambos abandonaron la taberna en dirección al malecón, donde decenas de blancas gaviotas planeaban sobre los barcos que arribaban a la lonja. El silencio amortiguaba los pasos, mientras el viento jugaba con la dorada melena de la escritora, cuando el viejo marinero se detuvo mirando a la bahía.

-Sé que para usted no soy más que otro marinero borracho incapaz de gobernar su vida lejos de la mar. Que contiene su aliento para no respirar el descuido de mi aseo, entre vapores alcohólicos y que frunce la nariz al hacerlo de forma condenadamente hermosa. Alguien podría enamorarse de usted por sus gestos mientras calla. ¿Lo sabía usted?
Yo ya soy viejo y nada espero de la vida. Resignado a pudrirme entre las mareas de éste puerto. Sin barco, sin marineros, sin nadie que espere mi regreso, sin más compañía que la soledad y la muerte acechando mi lecho. Hay dolencias que no calma la medicina moderna, señorita y cuando se sobrepasa el número de naufragios que una persona puede soportar, sólo el olvido que proporciona el licor, atenúa la soledad del navegante en tierra.
No sé si podré servirle de ayuda, pero si es capaz de soportar el humor agrio de éste viejo marino, estaré encantado de prestarla un cabo. Venga a verme por las mañanas, procuraré estar sereno como un mar en calma. Las tardes son desaconsejables, en ellas la marea suele estar demasiado baja y podría usted encallar o hacerme perder el norte de la brújula. Cristina, que bello resuena su nombre devuelto por el eco.

Dos zafiros acuosos se posaron en los ojos en la joven con la sutileza de una caricia, al tiempo que una mano curtida, asía la inerte mano que sobresalía del abrigo y acercándosela a los labios ajados, la besó con galantería marinera antes de irse caminando por el puerto.

Por un instante los ojos de ella retrocedieron y un leve rubor asomó a las mejillas, poco acostumbradas a ello. El viento hizo que su cuerpo temblase o quizá no fuera más que la humedad del mar que se adentraba por las rendijas del abrigo, o la mirada de aquel viejo marino; pero pocos de entre los hombres que conocía, eran capaces de hacer aflorar en ella, la desnudez que sentía al lado de Simón.


Durante las mañanas del largo otoño de ese año en fuga, Cristina se entrevistaba con el viejo marinero en la anciana galería con vistas al puerto. Poco a poco los parroquianos fueron tomándola cariño y todas las mañanas, se peleaban para convidarla al té con galletas de mantequilla, que ella tomaba con una nube de leche fría.
Con ella había llegado la vida a aquella taberna de puerto y tal vez por eso aquel invierno, habría de ser el más gélido para los corazones del mar.

Simón esperaba junto a la ventana con una taza de café humeante sobre el rostro afeitado, según las normas de policía para el capitán de un navío en alta mar. A la hora del almuerzo, Regina asomaba la cabeza con las tortillas de patata recién hechas, regalando sonrisas en lugar de los habituales puñales que solía y hasta el delantal con lamparones del hacendoso Paco sacando lustre a los vasos, lucía inmaculado.

Todos aquellos cambios tenían nombre de mujer alta y rubia como el sol de verano. Las lentes de pasta naranja sobre la pequeña nariz romana y la sonrisa iluminante habían calado tanto en aquellas gentes sencillas, que la admitían como a uno de los suyos y llegado el caso, defenderían a capa y espada su honor contra cualquier tipo de calumnia o amenaza.
Ríos de tinta oscura fueron vertidos, de la boca de Simón, a los cuadernos escolares de la joven escritora, que sentada en una silla de madera ajada como aquella taberna, dibujaba grandes letras redondas, ligeramente acostadas hacia estribor. Apuntes, notas, explicaciones, dibujos en cuartillas blancas que el viejo marinero improvisaba, no sin la admiración nacida en todos, ante la desconocida faceta del marinero Simón: artista y poeta.

La semana antes de la navidad, con la tasca adornada con guirnaldas y nacimiento versión marinera, cuyos pastores no era otros, que los pesqueros y mercantes que acostumbraban arribar a aquel puerto y la mula y el burro una gaviota y un cormorán sobre una Dorna simulando un pesebre, lecho de un querubín rubio nacido dios, Cristina se despidió de aquellas gentes de mar. Muchos de los curtidos marineros apartaron la vista de su melena cuando desaparecía delante de la puerta del Capitán Nemo en dirección a su mar habitual. Lágrimas contenidas y vacios rotos anegaron la estancia donde hasta la música de la vieja radio parecía estar de duelo, llorando desde el altavoz. Paco limpiaba los vasos sin prestar atención mientras Regina trastabillaba con las cacerolas, enemistadas hoy con ella. Simón aferrado a la botella de licor, contemplaba desolado su vaso vacío, con una inusitada sobriedad austera. Cristina se marchaba de su lado, justo cuando el frio del invierno muerde más, dejando naufragas las risas galantes de aquellas sencillas gentes de la mar y devolviéndoles a la rutina gris de cada día.

Una mañana soleada muy lejos ya de otra donde pequeñas nubes desafiaban el azul con su blancura, un viento de tierra adentro, sopló haciendo reilar las banderas de los barcos dormidos en la seguridad del puerto.Las campanillas tubulares del capitán Nemo resonaron anunciando al visitante recién llegado, mientras era observado de cerca por los ojos certeros de los parroquianos habituales. Simón ausente en la mesa de al lado de la ventana, asía una botella de licor dorado medio vacía, con la mirada perdida en la nada. Un hombre bien vestido se acercaba a la barra como un velero a la deriva y con voz titubeante, preguntó al camarero que con los brazos en jarras lo miraba serio.

_ Buenos días.- Dijo sonriendo nervioso.- Estoy buscando al capitán Quintana, me han dicho que podría encontrarle aquí.

Paco con la una mirada de medio lado y voz atronadora, dijo mientras daba lustre a un vaso con especial interés.

_ ¿Y quién se supone que quiere saberlo? Esto no es la oficina de objetos perdidos, ¿sabe?.

Las risas resonaron en el tablazón de madera mientras el hombre de traje iba haciéndose más pequeño a cada palabras que profería su interlocutor.

-Verá, buen hombre…Soy Dámaso Fernández y vengo de parte de la señorita Cristina Álvarez, la escritora…

Un murmullo rugiente interrumpió al recién llegado y hasta en la mesa del fondo, Simón, fue rescatado de su mundo onírico por la musicalidad de aquel nombre repetido por el eco de los muebles. Regina dejo caer las cacerolas metálicas apareciendo por la puerta de la cocina como el trueno que persigue al rayo en la tormenta que se acerca y un galimatías de voces y manos dio la bienvenida a aquel desconocido, que mentaba el nombre de la sirena más querida de aquellos mares grises.

- ¡Haber empezado por ahí, ¡calamar! ¿Qué se le ofrece?, ¿quiere un calvados? La casa invita…Pero hable hombre de dios, cuente que asuntos le traen hasta aquí, ¿cómo está la bella Cristina?

Desbordado por la amabilidad manifiesta de aquellos hombres rudos, apenas sí fue capaz de explicar el contenido del mensaje que traía para el vejo capitán, que puesto en pie y con los ojos llenos de lágrimas azules como el mar, lo miraba incapaz de decir nada.
Un silencio que precedía una fiesta se hizo en la taberna y el viejo capitán hubo de sentarse para encajar la desprevenida noticia que anunciaba aquel repeinado hombre de ciudad.

_¡ Hoy convida el Capitán Quintana!.- anunció Paco a los cuatro vientos y el rumor llegó hasta los confines de aquel puerto con aroma de pescado, algas y gasóleo de barco.


La sala recargadamente adornada de aquel edificio modernista estaba llena de personas de lo más variopinto. Contrastaban la formalidad de los trajes de noche y pajaritas, con el atuendo deportivo de la prensa gráfica invitada y las gorras de marinero, que se veían asomar al fondo entre las cabezas calvas o engominadas brillantes de primera fila .Paco de punta en blanco sostenía nervioso, la mano de Regina, vestida de raso, que incapaz de contener la emoción del momento, sonreía inquieta.

El capitán Quintana iba vestido con el viejo uniforme de capitán de la marina mercante, en cuya guerrera aun podían verse las marcas que los nudos dorados habían dejado tras desaparecer. La nívea camisa, perfectamente planchada para la ocasión por Regina, destacaba como las velas del mástil y asomado en el cuello, un fular azul con amebas amarillas, regalo de la anfitriona de la velada, destacaba su porte altivo de marinero, cual gallardete de señales en lo alto de la arboladura. Las hebras plateadas de su pelo recién cortado brillaban con los flases de los fotógrafos y sobre estas, recostada hacia estribor, una gorra blanca y nueva, con anclas doradas haciendo juego con la estola de oro que lucía una Cristina vestida de largo negro con escote, tan pronunciado como los acantilados de Moher sobre la mar de Irlanda. Ella le sostenía su mano mientras hablaba a un auditorio entregado al silencio.
De todos los mares que Simón había navegado, de todos los navíos cuyo nombre recordaba tan claramente como si de el de su esposa fuera, de todos las tormentas que había combatido, de todas, ninguna le había dejado tan mudo como el homenaje sincero de una escritora que había conocido en una taberna pequeña, de un puerto pequeño, tan alejado de allí y sin embargo tan cercano.

Sintió orgullo de ser él, de haber navegado, de estar allí acompañando a una mujer brillante, capaz de plasmar como nadie sobre el papel, los entresijos de un mundo de hombres rudos, de mujeres valientes resignadas a la espera, de olas terribles en mares remotos, que se tragan barcos sin saber de la vida que albergan. Sintió miles de mariposas y nudos en la garganta y sobre la dermis alfileres, que se habrían de repetir cada vez que abriese aquel libro primera edición, que relataba su vida y estaba dedicado con especial cariño por la mujer elegante de la contraportada, que él había conocido desnudada de todo ornamento, salvo el de la condición humana.

Para Simón, el mago navegante, de su siempre amiga, la niña que miraba la mar (que tú contabas susurrando).

Con amor, con cariño y con admiración. Simplemente Cristina.

Por el lobo que camina.

La Imagen es luparia

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