martes, 18 de agosto de 2009

En la fila ordenada.


En la fila ordenada, espero paciente y sumisa, observando, analizando, escrutando... Pidió una consumición con una voz que le pareció tan extraña, como el lugar en el que se encontraba varada y despacio vago por las mesas atestadas de gente absorta en sí misma, en el periódico, en el café con leche, en el cruasán; hasta que por fin vio un lugar apacible donde sentarse y seguir observando.

Veía pasar abrigos, corbatas, maletines, bolsos enormes, maletas rodantes, sobre caras adustas o somnolientas, amargas o amables, serias o ensimismadas, resueltas o perdidas en la vorágine de carteles y señales audiovisuales.
Veía múltiples mundos que danzaban como burbujas delante suyo. Se fijó en una. Pensó. A su mente acudió una palabra que anoto mentalmente y olvidó después de fijar otro objetivo, otra palabra, otro adjetivo y otro y otro más.

Se miró en el reflejo del oscuro contenido de su nívea taza de loza y caminos aromáticos ascendieron por el aire hasta sus fosas nasales. Otro adjetivo vino a su mente. Volvió a mirar al frente y sus ojos se posaron en parejas, en caricias, en miradas tiernas, besos etéreos carentes de labios, manos que sobre manos tranquilizaban, guiaban, confiaban, sentían, transmitían un lenguaje carente de palabras que siempre la fascinaba desde niña. Imagino historias para ellas, desenlaces, despedidas, desamores, desencuentros, negándose los finales felices, a ella, a las creaciones, a las imaginarias historias, a los mundos circundantes que la rodeaban, a ella, a su maleta pequeña y llena.

Volvió sus ojos al pasado una vez más. Una y otra vez ocurría sin querer, su mente la traicionaba constantemente. Como él; como sus amigos, los que creía haber tenido, todos y ninguno. Conocidos, concurrentes laborales, vecinos del quinto, del segundo, figurantes, amores pasajeros que rozaron su soledad solo lo justo, para desaparecer en su niebla mental, tan real, que podía desplegar en cualquier momento y casi ante cualquier recuerdo. Sólo casi.

Un sorbo caliente de té y la realidad volvió a materializarse a su alrededor, incluso aquel hombre de americana color arena que la sonreía. Clavó su incisiva mirada en él, desafiante, casi dura, o eso al menos le habían dicho la última vez. Sus gélidos iris consiguieron el objetivo y el hombre ligeramente ruborizado apagó su sonrisa y bajo la vista hacia las baldosas pulidas.

Volvió la espalda, a sus recuerdos, a aquel hombre, prestando atención de nuevo al gentío desordenado que miraba ensimismado las pantallas de LCD. Por los altavoces impersonales, máquinas hablaban sin parar. ¿Habría alguien escuchándolas? Rastreo entre los cientos de rostros alguna señal que así lo indicara y naufragó. Como su pregunta naufraga. Formulo otra pregunta mentalmente, que respondió en voz baja mecánicamente: No. Nadie. Nadie sabría, nadie la extrañaría, apenas algunos que aún demostraban interés, solo para criticar a la hora del café en la taberna de siempre. A la gente no le importan más que las desgracias de otros, como auto convencimiento de su remota felicidad ficticia. Una sonrisa amarga acudió a sus labios al tiempo que tarareaba la canción de George Brassens:

Je ne fait pourtant de tort à personne,
En suivant les ch'mins qui n'mènent pas à Rome,
Mais les brav's gens n'aiment pas que
L'on suive une autre route qu'eux,
Non les brav's gens n'aiment pas que
L'on suive une autre route qu'eux,
Tout l'mond' viendra me voir pendu,
Sauf les aveugles, bien entendu


Se levantó y caminó despacio al lado del gran ventanal, por donde entraban la luz del día y el trasiego de operarios, que como hormigas, correteaban frenéticamente alrededor de pedazos de metal con kilómetros de cables y diseño aeronáutico. Imaginó las miles de otras hormigas que habrían hecho posible el ensamblado de todas aquellas piezas manufacturadas en distintos lugares, hasta conseguir aquella peculiar forma. Su padre la llevaba a menudo a ver despegar esas máquinas. Aún recordaba como aguantaba la respiración para ayudar al despegue de cada aparato.
Ahora la aguantaba para verse despegar a sí misma; alto, muy alto y volar lejos, lejos de todo y de todos. Donde no fuera más que una desconocida. Sin pasado. Solo presente; su presente.

A la hora señalada volvió a la fila ordenada de embarque. Los pasos la acercaban a su destino, como quizá también el destino se había acercado a ella en forma de cambio. Arrastró la maleta por la pasarela que conducía a bordo del aparato mecánico. Imaginó que él llegaba corriendo, como sólo sucede en las películas románticas y en los libros. Imaginó que la abrazaba, fuerte, dejándola sin aire; Aire que ella buscaría en la boca entre abierta, delicada y húmeda de él. Sin tiempo para disculpas, ni perdones verbales que tanto detestaba, mientras la gente sorprendida, les obsequiaría con miradas cómplices y envidiosas.
Pero aquella era la vida real. La suya; donde raro era que alguien pudiera sorprenderla, haciéndola volver a los días en que su padre leía para ella “El libro de las maravillas ”. Su preferido.

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