domingo, 2 de agosto de 2009

A media voz.








Una tras otra se fueron cayendo las campanadas del carrillón de la sala anunciando la media noche. A solas, recostada sobre el chaisse longe, una silueta de mujer era rodeada por las alargadas sombras de los muebles, que la luz de la lámpara de pie, propagaba por la habitación. En sus manos sostenía un libro abierto anclado a una página, que se resistía a ser leída. Las palabras del libro danzaban en su mente cobrando vida y dibujando las frases que le habría tenido que arrojar a la cara, a quien tan sólo unas horas atrás, la había hecho derramar amargas lágrimas .

El aullido del teléfono hizo que se incorporase sobresaltada y con la mirada fija en él, aguantó la respiración. Tono a tono su maltrecho corazón fue acelerándose, hasta que el ensordecedor eco del sonido metálico del inalámbrico se hizo insoportable a sus oídos. Después de agónicos segundos, el silencio volvió a reinar en la sala y una luz intermitente le dijo que tenía un mensaje en el contestador. De sobra sabía el contenido de aquel mensaje que no pensaba escuchar y cerrando el libro, que sus temblorosas manos apenas sostenían, alargo una mano buscando desesperadamente el paquete de tabaco que yacía en la mesa. La desolación sobrevino al comprobar que aquella tarde había fumado un cigarro tras otro y a esas horas, la cajetilla estaba en números rojos .Un cenicero a rebosar se lo indicaba.

Su mente pensó en incorporarse, ir a la alcoba, vestirse una falda, calzarse las sandalias y tras derramar dos gotas de perfume en su cuello, salir a esa ciudad populosa en busca de alguna cantina, de deslumbrante neón, que saciase su necesidad del humo. Se vio a si misma introducir las monedas en la máquina, recoger la cajetilla y pedir en la barra una copa de su olvido favorito. Luego vendría otra y otra más, entonces se acercaría alguien a romper su concentración con miradas galantes demasiado previsibles y tendría que clavar sus acerados ojos despiadadamente sobre las sonrisas hasta hacerlas desaparecer. Se marcharía del local apesadumbrada y al regresar a casa, los vapores etílicos la proporcionarían una placentera noche de sueño inmediato con resaca de madrugada.

Con esfuerzo obstinado se deshizo de las imágenes de su mente y levantándose resignada a no inhalar humo, se asomó a la terraza. Una ráfaga de aire fresco despeinó su melena de miel haciendo temblar su cuerpo. Las nubes grises impedían contemplar otra cosa que no fueran las bombillas de las farolas dibujando inmóviles serpientes luminosas. El amortiguado ruido del tráfico llegaba a sus oídos como las olas de un mar impreciso y distante. Respiró hondo, y dos lágrimas se precipitaron despacio por la afilada mejilla.

Un vehículo aparcaba solitario bajo su ventana y de él salió un hombre tocado de sombrero. En una mano, que extendía hacia el cielo desafiante, sostenía un enorme ramo de flores amarillas; en La otra mano agitaba una oscura botella de vidrio. A voz en grito pregonaba su nombre por el barrio insomne y Por primera vez aquel día que se había fugado entre las sombras de su alcoba, se inauguraba la risa. Su cálida melodía se derramó por la terraza hasta llegar a la calle solitaria donde aquel hombre, mitad amigo, mitad payaso, desafiaba a la melancólica noche, cual quijote, al tiempo que unos pies descalzos, volaban por el parqué camino de la entrada de la casa.

De sus labios temblorosos se filtró un susurro: Gracias Ángel. Y con un guiño, las cortinas rielaron al son del viento arrastrando las palabras por la solitaria estancia.

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