domingo, 27 de septiembre de 2009

el oficinista


Se despertó con el cuerpo empapado en un sudor frio, debajo de unas sábanas revueltas, que como cada noche, le recibían a su regreso del mundo onírico. Era la misma pesadilla, una y otra vez, repetida hasta la saciedad, como en un bucle sin fin.
Sin ceder a los nervios, consiguió beber un poco de agua fresca del vaso que su temblorosa mano sostenía. Una gota resbaló por la comisura de sus labios resecos y agrietados sin apenas detenerse hasta precipitarse al vacío. La pastilla blanca rodó por la mano sudorosa y en un acto demasiado mecánico la llevó hasta su su boca. Con suerte le daría unas horas de tranquilidad sin sueños, hasta que fuera rescatado por el amanecer.
De nada servían las quincenales visitas a un médico especialista de los más caros, la dosis de tranquilizantes o las sesiones de acupuntura oriental.de nada salvo para vaciarle la cuenta corriente y generarle un estrés a final de mes suplementario e irónico.
Aquella mañana tras haber apenas dormido, la cada vez menor duración de los somníferos, se levanto más desganado de lo común, quizá porque ya no recordaba cuando había sido la última vez que había descansado y dormido de un tirón. Necesitaba un cambio, un descanso, un milagro…
Recorrió las calles atestadas de gente con prisas, de coches humeantes, en un galimatías de ruido a ni se sabe cuántos decibelios, hasta llegar a su vehículo. Entro en él y cerró la puerta. Su boca liberó un profundo suspiro antes de conectar el radio Cd. Violines danzaron en el habitáculo mientras con una sonrisa saludaba la mejor hora del día. Hora y media de primera, segunda punto muerto y otra vez primera, le aguardaban hasta su puesto de trabajo en la ruidosa capital de provincia, luego allí el insoportable olor a tabaco rancio de su jefe, los compañeros hipócritas, el público maleducado y egoísta.
Cambiaría de vida, debía cambiar, necesitaba cambiar. Sí, vendería todo y sin dejar rastro huiría al confín del mundo lejos muy lejos de toda la vorágine consumista que le mataba lentamente. Pero no sería hoy.
Al llegar a su puesto de trabajo, un poco más pálido que lo habitual, no dio los buenos días, ni sonrió a nadie, ensimismado en sus ensoñaciones paradisiacas. Se sentó y comenzó su jornada. Las manecillas del reloj empezaron a correr lentamente, pero no tanto como lo hacían cuando estaba disfrutando de su escaso tiempo libre. Ese era el problema, debía eliminar las citas médicas, los sanadores de agujas, el squash, la piscina y se fugaría al campo a disfrutar de la brisa fresca al borde de un arroyo con un libro de biblioteca pública. Pero no sería hoy.
Terminó sus quehaceres laborales, salió de la oficina, anduvo hasta el vehículo y se encamino desganado hasta su morada. Conectó el ordenador, visionó el correo electrónico mientras cenaba comida precocinada de anuncio televisivo y después de lavarse los dientes, ingirió la pastilla de los no sueños y por tanto felices.
Con espasmos y sudores despertó puntualmente a su cita con la segunda pastilla de la noche, pero algo había ocurrido. Sus ojos desorbitados y el corazón acelerado no eran el cambio, ni siquiera el vaso de agua fresca. Se lavó la cara con agua gélida deshaciéndose del sudor, y rompiendo el espejo de un puñetazo, salió del cuarto de baño. Abrió el armario, se puso su mejor traje, la camisa de seda de las ocasiones, una corbata a juego que tardó en elegir apenas un segundo y los zapatos castellanos que tanto le gustaban. Antes de cerrar el armario buscó en el fondo un objeto. Creía haberlo dejado allí hace no mucho tiempo. Buscó más despacio, registrando cada recoveco y casi al filo de perder la paciencia y arrojarlo todo fuera, lo encontró.
Era demasiado pronto, casi no había nadie en las oscuras calles tímidamente iluminadas por tristes farolas de hierro. Anduvo y anduvo contemplando la escena de una ciudad aún dormida y que sólo para los desafortunados, permanecía en vigilia hasta que el sol despuntase. Con la mente en blanco y una sonrisa en los labios, caminó por la superficie de la ciudad como nunca antes lo había hecho, fijándose en los detalles , en las casas de luces apagadas, en las persianas aún bajadas, en esas solitarias luces que permanecían encendidas entre tanta oscuridad y se preguntó quién habitaría ese desvelo.
A la hora puntual, con firmes pasos, entró en el vestíbulo de la oficina, iluminada con fluorescentes blancos, los mismos que poco a poco iban apagando su vista. Se detuvo en mitad de la sala remangándose la americana, dejó la bolsa de deporte que llevaba en el suelo. Muy despacio abrió la cremallera. Nadie prestó atención a sus actos. Nadie miraba a nadie tan pronto por la mañana. Nadie escuchaba a nadie. Del interior oscuro de la bolsa de deporte, apareció un fusil de asalto americano, negro como la noche, que se colgó de los hombros al tiempo que hacía presa con el brazo director en el portafussil. Con parsimonia encendió el walkman; La cabalgata de las valkirias sonaba y con los primeros acordes, metió el dedo en el disparador encarando el arma. Luego cerró el ojo izquierdo. Ahora veía solo gente gris como él, enmarcadas en el negro círculo del punto de mira. Él liberaría a todos de la opresión.
Con una leve caricia en el gatillo, el acero abrasador se precipitó sobre las víctimas disparado por el oscuro cañón del arma, entre llamaradas y ruido ensordecedor. Poco a poco las figuras teñidas de rojo iban cayendo al suelo de baldosas frías. Hubo gritos, miradas de pánico, carreras frenéticas en pos de salvar sus miserables vidas, desconocidos que abrazaban a otros, o los empujaban o se parapetaban detrás, de ellos, de las columnas o se tiraban al suelo, mientras la música sonaba despiadada.
Tras los minutos de trueno, se hizo un silencio atroz. Sólo Wagner rompía el aire acompasado por lastimeros quejidos y llantos. Desprendiéndose del arma, admiró su gran obra, deleitándose con los colores que había conseguido arrancar a aquel magnífico lienzo. Ahora sólo faltaba culminarlo. Llevó la mano a la bolsa de de deporte nuevamente y extrajo una pistola automática de fabricación alemana; con calma la amartilló y tras un postrero vistazo a la sala enmudecida, se la colocó en la sien. Sintió el contacto del frio cañón en su epidermis y con una caricia leve al disparador, firmo el cuadro, desplomándose ensangrentado e inerte sobre las baldosas de mármol blancas y negras.

Por el lobo que camina.

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