viernes, 25 de marzo de 2011

Su sombra es la mía.



Sobre l`Aigua.- Mónica Castanys.

He vuelto a sentarme aquí: La silla de la realidad donde todo obedece a los desvaríos de mi mente.

La luz está apagada y las tinieblas me rodean como si quisieran devorarme el alma con su sombra. Solo la tenue luz del ordenador contiene su avance. Hace frío. Miro al suelo y apenas veo los pies, pero intuyo que siguen ahí: apoyados en el terrazo frio de la sala. Echo de menos algo, alguien. Ese que solía sentarse a mi vera mientras escribía; ese que apartaba la pantalla del ordenador portátil cuando deseaba ir a la calle. Busco su aroma y nada salvo la fragancia que desprende la noche viene hasta mí. Quisiera levantarme, ir hacia donde sé que debería estar para tomarle la cabeza, apoyar su frente contra mi pecho y susurrarle zalameras palabras en la oreja.

Justo por eso, porque no puedo ya hacerlo, he venido hoy aquí: hasta la silla de la realidad que obedece a mis deseos o sueños.

La luz se ha fugado, sin embargo es precisamente eso lo que hará que aparezca. Las sombras se enredan: se contraen o se expanden hasta dibujar una silueta. Escucho un jadeo. Lo reconozco. Cierro los ojos,- ya no necesito que ellos sean lo que deben- la sala ha recuperado la luz de la tarde y el sol se filtra por el estor tiñendo de naranja el aire. Viene la brisa y revuelve unos papeles que dormían sobre la mesa. No, no es el viento quien juega en la sala. Algo vestido con su forma hace que se caigan al suelo los objetos. De pronto lo percibo, se apoya contra mi rodilla y siento su abanico en los poros de mi piel. Toda la sala está llena de su esencia. Un murmullo de olas ronronea, se encrespa, salpica mi oído y su hocico aparece entre las teclas oscuras como una exhalación. Siento la trufa pegada a mi mano, húmeda, viscosa como la arena oscura de mi playa. Ahora sus fauces separan mi mano de las teclas y tiran de ella. Me levanto. Le sigo hasta la correa de cuero que descansa sobre la cómoda de la entrada. Un ladrido, luego otro y otro más hasta que las aves que sobrevuelan el azul se enteran por fin de que es la hora de jugar, y oler y respirar y ver la vida pasar sobre el césped o las baldosas grises del paseo. Todas las nubes del cielo vienen a su encuentro teñidas de fuego, y sobre la mar, los barcos se balancean despacio con sus velas blancas. Una sonrisa de pelo largo, de blancos y grises, como los manchas de un acorazado, anida en mi interior.

Entonces- sin desearlo -la imagen pierde nitidez; se nubla; se derrumba como los castillos de arena ante la marea, y regresan las sombras a mi habitación.

Observo los quietos muebles con su alargada forma, el esbozo de la puerta que conduce a la negrura de noche y más allá, donde una baliza roja señala la mar. Una silueta de patas blancas se estira frente a mis ojos y aunque más silenciosa, reclama mi atención. Entonces me levanto destilando una lágrima y voy en busca de la correa que me espera junto la puerta. No hay jolgorios, ni ladridos de fiesta, quizá porque ella le echa de menos tanto como yo y ha elegido el silencio como forma de llorar su ausencia. Tras un suspiro nos vamos a la calle, seguidos de una sombra que no es la mía, ni la de quien me acompaña a caminar.

Por el lobo que camina.


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