martes, 15 de septiembre de 2009

Pueblo de olvido



Las campanadas se fueron cayendo del reloj inexistente de la torre. Distantes, amortiguadas por el sonido de la quietud de un pueblo que descansaba en el olvido. Las aguas en retroceso, habían dejando al aire el pétreo esqueleto de aquel lugar. Las empinadas calles flanqueadas por tapias con muros desvencijados, como la sonrisa desdentada de los abuelos que antaño allí moraban, contrastaba con las solanas, desprovistas ya de tejas, donde las ventanas huídas habían dejado huérfanos los vanos.
Una cigüeña blanquinegra cruzó el azul hasta posarse en el lugar, donde un día, apuntaba a las estrellas la cruz de la iglesia y que ahora, sin su bandera, resistía estoica la embestida de las aguas. Triunfante, sonreía al paisaje de laderas erosionadas que no hacía mucho era vestido con ocres y fuego, augurio del manto blanco del invierno.
Una puerta oscura forjada en sudores y fragua, entumecida por el óxido, cerraba el paso al campo silenciado, sin losas, sin violetas. Hambriento de huesos, con nichos muertos y vacios, desprovisto incluso del título que una vez tuvo: escudero de la torre con campanas los domingos al vuelo.
Hasta mi llegaron las voces encerradas en la desgastada piedra que anunciaba la escuela. Repitían jaculatorias, tablas de multiplicar y poemas de Espronceda anclados entre risas al juego sencillo del recreo.
Uno a uno los pasos me distanciaron del enclave donde otrora, un cartel daba la bienvenida a los visitantes y que ahora, sin nombre, sin identidad ni memoria, me decía adiós carente de labios.

por el lobo que camina.

**Imagen es Luparia

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