martes, 23 de junio de 2009

Retazos de infancia.

Era un niño como cualquier otro, de los que se pasa los días de lluvia tumbado en el suelo de la galería con vistas a la bahía, ojeando los volúmenes enciclopédicos de pasta dura y verde, donde se encierran los prodigios que luego intentará plasmar, en las cuartillas de papel blanco y a cuadros que reposaban su lado. Uno de tantos niños que sueña cada vez que ve entrar un barco en el puerto, con lugares ignotos, con aventuras épicas de héroes menudos, como él, ante los que cualquier adulto se quitaría el sombrero, si es que vuelve esa costumbre de nuevo.

Uno de tantos niños que se sube ágil a la cima de los árboles frutales, que corretea entre los campos recién segados en el estío de cualquier pueblo de la geografía. Uno de tantos niños, de sonrisa fácil y siempre dispuesta a irradiar alegría por doquier. Uno de tantos que grita cuando habla excitado por las maravillas que esconde el mundo no tan cotidiano, que nos rodea a todos.

Eric se levantó no tan temprano como su mamá hubiera querido, era dormilón, de los que se esconden debajo de las mantas de la luz del sol, que entra despiadada por la persiana recién abierta, para seguidamente hacerlo debajo de la cama y así gozar de los últimos retazos de su mundo de sueños. Se lavó la cara a regañadientes, como los gatos, decía su madre, aunque dudaba que los gatos tuvieran semejante costumbre aberrante. Se vistió de gala, como todos los días rojos del calendario con vírgenes, que colgaba de la pared alargada de la cocina de blancos azulejos, en la humilde casa alquilada donde vivía. Y se dirigió veloz a ésta, para devorar el cola cao con cuantiosas galletas redondas y crujientes, que desmenuzaba en el tazón, hasta cubrirlo por completo ; Se podría dudar que allí hubiera leche. La odiaba.

A la hora señalada, su mama y él bajaron las ochenta escaleras y se adentraron en las calles soleadas, donde los paseantes dominicales sonreían y charlaban amistosamente. Subieron la pesada cuesta, como cada mañana, su mamá hacía muy temprano de camino al trabajo de cocinera, limpiadora, ama de llaves de la casa cuna y residencia eclesiástica, antes incluso de que las calles estuvieran puestas, había oído decir una vez.
El majestuoso edificio de cortes neo góticos, les esperaba con las puertas abiertas y las campanas al vuelo, llenando con su repicar las calles, los cielos y los corazones de los hombres y mujeres creyentes. Era el primer aviso, aún habría dos más.Entraron por una puerta lateral adjunta al edificio principal, allí el padre Fermín, aunque no sabía muy bien el por qué de ese título, ya que no tenía hijos, les recibió con una cálida sonrisa al tiempo que le revolvía el pelo y le llamaba pelo pincho. Eso se debía a que siempre le cortaban el pelo a lo soldado, mientras él se veía ya con la guerrera de Almirante, con la boca manga llena de rizos y bandas doradas.Allí se separaron, su mamá debía trabajar entre los fogones de aquella gente de negros hábitos mientras él, sería iniciado en el noble arte de los acólitos.
Fermín lo llevó junto a otro muchacho de despierta mirada y pelo castaño que le ayudó a vestirse de blanco, puntillas, bandeja de plata y cesto de mimbre.Aunque se conocía perfectamente la liturgia, verse a si mismo allí, delante de los bancos de madera, junto al retablo barroco y el ara sagrada de cordero y el pez cincelados en sus pétreas patas, le aparecía no solo extraño, sino ridículo.Lento, muy lento discurría todo, como si el reloj se recrease en cada segundo deteniéndose más de la cuenta. No llegaba la hora de terminar aquella función, que por otro lado , había dejado de tener misterios para él. No le gustó demasiado. Con el “podéis ir en paz”, sintió liberación y al marcharse los feligreses y ser despedido por el oficiante, corrió a la sala de visitas, donde debía esperar a su madre, pero no antes de encaminar sus pasos a su lugar favorito , donde después de interminables escalones de piedra que ascendian en espiral, jadeos y sudores, se podía contemplar la ciudad desde lo alto.
Una vez hasta había iniciado el ascenso hasta la cruz de hierro de la punta de aquella aguja gótica, solo la visión del peligro de caída inminente lo persuadió de tocar aquel hierro semejante a una espada. Allí entre las impresionantes vistas de su inexpugnable atalaya, contempló la maraña de tejados de diferentes formas, diminutas personas, coches y árboles de juguete , barcos enanos que eran mecidos por la tela azul intenso del su mar amado, escuchó el silencio, solo roto por el viento, que silbaba a su alrededor y sentado en el suelo con las piernas cruzadas, empezó a atar cabos acerca de aquel mundo infantil que le habían descrito sus progenitores. Las cosas no cuadraban, repaso lo que sabía y lo que había visto y oído en los últimos días, se planteo preguntas que antes nunca se le hubieran ocurrido y se atrevió a contestar a otras que ni siquiera se atrevía a formular. La venda infantil se desprendió de golpe, dejando entrever un mundo gris de trabajo y remuneración injusta, de hipócritas palabras de púlpito, de diferencias de cuna y abolengo, de sueños imposibles por inalcanzables para la mayoría , salvo para unos pocos, de su mundo real. Y lloró .Miró su reloj marca Casio, barato, regalo de su primera comunión y los números digitales le dijeron que era la hora, su madre apareció con la eterna sonrisa que siempre tienen las madres para con sus hijos, su rostro reflejado en los ojos nuevos sin venda, observaron a una mujer abatida y cansada, con un vestido desgastado por el uso, que aún tenía que cocinar la comida dominical en su casa, limpiar y regresar por la tarde a ese mismo sitio para la cena, una mujer de hierro, que sufriría en silencio su carga sin dejar de rezar y sonreír antes los avatares de la vida cotidiana. Se abrazo a ella con fuerza y la besó en las mejillas sonrosadas y sudorosas con aroma de asado.Aquel día marcado en rojo por el calendario, empezó la reacción en cadena que desmontaría el mundo y marcaría los años siguientes en la vida de aquel niño cualquiera, de negros cabellos y negros ojos, que había visto morir la infancia.

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