martes, 8 de diciembre de 2009

El lobo y la mar



Cuando era más joven solía sentarme en la cornisa de aquel promontorio acantilado para contemplar las olas. La mar poderosa venía y al estrellarse contra la costa, rompía en añicos iodados, el vidrio blanco de las olas. El viento depositaba en mi mejilla el rocío con aromas de las algas, para luego juguetear con el cabello hasta enredarlo. Aquellas ondas vencidas eran arrastradas al interior del azul por extrañas fuerzas, que las hacían suspirar, pero siempre eran rescatadas por la siguiente acometida que las traía de regreso hasta las rocas.

Alguna vez intentaba impregnarme del canto furioso de aquellas olas, para que fuese la sinfonía de la soledad en la distancia. Recuerdos, que al cerrar los ojos, retornasen como la marea que llena la bajamar, más nunca pude capturar una sola de las notas en la cadencia irregular.

Cuando, a solas contemplaba el subir y bajar de las crestas que el viento pintaba en el mar, mecido por el arrullo sin pausa que es la marejada, sentía brazos etéreos que lo rodeaban acunándome en su seno y la sensación de abandono quedaba huérfana.
Con el batir de las olas, llegaban rumores de los pensamientos callados de las mujeres y los hombres de todas las eras, que como yo, acompañaron las tormentas desde las rocas negras, sintiendonos parejos, en el hilo del tiempo.


¿Alguien ha intentado leer al borde de la mar cuando hay temporal?


En el bolsillo azul del tres cuartos, sobresalía el blanco apretado de la hojas, que mi mano asía protectora, quizá acariciando el negro contorno de las letras con la palma envuelta en sal y esencia. El estruendo de las olas es tal, que a cada instante, la vista se fuga por la comisura de la página, clavándose en el rompiente inundado de burbujeantes blancos. El tejido de la memoria, se pierde en la inmensidad de aquellos verde azules clavados en blancos y grises; navega en las alas de los vientos que azotan, cabello y agua por igual, levantando crestas rebeldes; inflama los sueños escritos, que se dibujan tras el velo de los ojos hasta volverlos cenizas, imponiendo la realidad que clama afuera. Con la defección de la luz de la tarde, la nebulosa lo envuelve todo: la mar se confunde con el cielo y las rocas, dejando tan solo la sonrisa de las olas pintadas de blanco.
Es entonces cuando logra vencer el oído a todos los sentidos. Leve, se respira el rumor inconstante de los flujos marinos que se adentran en los ríos del torrente sanguíneo y braman: mar, mar, mar… En ese momento el tacto se ancla a la seguridad rugosa de las rocas que me sostienen, quedando suspendidas las alas libres de los pies en el abismo oscuro. Abajo el rumor de las huellas blancas dibuja el contorno difuso de la costa, recortando los negros que me envuelven acariciando mi silueta inmóvil. Escucho atento los latidos que resuenan en el pecho de las olas y su estruendo llega a mí de tal forma que rasga el velo de los sentidos a flor de piel.


Ahora, cuando al fin los fríos del tiempo han dejado huellas indelebles cincelando mi rostro. Ahora, cuando muchas de las hojas han caído para no regresar jamás en primavera. Ahora, cuando los ojos destilan brillos opacos y el cristalino se hace mar de invierno. Ahora, aquí sentado en el promontorio acantilado, veo la mar alborotada y en la liturgia de las olas, regreso a mí. Siento nuevamente todo aquello que ya fue y retorna inmaculado. Soy el niño aquel. El adolescente. El solitario. Soy todos los que dejé atrás y conviven conmigo hasta el presente, sorprendiéndose, los unos de los otros, de sentir- inaugurado-la comunión de la tempestad devorando las rocas.

Por el lobo que camina.

**Imagen es Luparia

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