viernes, 15 de enero de 2010

Tormentas


Imagen S.López

Los recuerdos se agolpan en mi interior deseando ser liberados para revivir la magia de aquellos días soleados. Porque en la memoria, todos los recuerdos felices comparten el sol del mediodía.

De entre ellos hoy me acosa el fugaz destello de la primera tormenta; esa que al caer la tarde, aconteció en el cielo teñido de fuego. Sobre alas de lluvia cabalgaban corceles amenazantes el cielo estival y sus ejércitos anegaron el azul con losas grises. Fue entonces cuando chocaron sobre la cima sagrada de la montaña que miraba hacia el mar, incendiando con caminos el cielo en sombras. La luz en fuga de la tarde dejo paso a aquellas otras luces intermitentes que acariciaban los grises y las montañas como dedos eléctricos, y hasta mi atalaya llegaron los rumores de la batalla haciendo temblar las ropas empapadas.
Mil uno, mil dos, mil tres y los estruendosos pasos del gigante gris del cielo se aproximaban más y más a mí. Yo sabía que no eran los ángeles jugando a los bolos (*) como me decían los curas, progenitores y vecinas, sino los dioses que en la pantalla monocolor de la sala, destruían Pompeya. Los mismos que adoraban aquellos vikingos llegados desde el norte a la biblioteca, donde me aguardaban las páginas del libro sin dibujos, que yo leía en las tardes de lluvia. Mis ojos despiertos eran capaces de ver en el cielo, las barbas de aquellos seres enfadados que entrechocaban sus espadas del color de la piedra, iluminando las nubes con chispas brillantes. Uno a uno los truenos fueron abandonando el horizonte y a oscuras, vi descorrerse tímidamente, el tul que cubría el cielo. al fulgor de la estrella de la tarde. Como huellas de gigantes anegadas de lluvia aquellos charcos sembraban los caminos solitarios que conducían a la casa iluminada, que ya se intuía detrás de la fronda de los árboles. Con saltos precisos fui deshaciendo el reflejo que las luces del cielo dejaban en el agua quieta y de esa manera: empapado de tormenta, accedí al zaguán donde las tercas manos de mi abuelo asieron mi oreja en señal de reprimenda.

Mientras la toalla secaba el cabello rebelde, desprovisto ya de todo vestigio de felicidad, miré a los ojos oscuros poblados de arrugas y muy serio dije:

-Cuando tú seas niño y yo abuelo, verás lo mal que te sienta que te riñan tirándote de las orejas.**

Mientras perdía una a una las prendas que vestían mi menudo cuerpo, viajé de regreso al rincón de sueños donde los mayores son incapaces de llegar.

Ahora, cuando los cielos amenazan con nubes de tormenta mi playa de existencia, regresa a mí la lluvia de aquel día. Esa fragancia que, como el aroma de la hierba recién cortada, imprimió en mi alma infante los colores indelebles de la naturaleza, aquella que jamás me ha abandonado desde entonces.

**Abuelo yo también te quería.

Por el lobo que camina.

(*)deporte autóctono de la montaña cantábrica.

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